Este Barcelona no se gobierna desde el Camp Nou, sino desde Múnich, allí donde habita Pep Guardiola en el exilio. Sandro Rosell podrá darle cuerda a su particular reinvención de la era galáctica florentinista incorporando a estrellas del tamaño de Neymar mientras descuida La Masía. Pero ese castillo de cartas, con muchos ases en el campo pero ningún joker en los despachos, se derrumbará en el mismo momento en que Pep sople. Porque el fútbol no sólo vive de los títulos, los tropecientos goles de Messi, las gorras de los Toiss o las alegrías del momento, sino del recuerdo. Característica que hace del Barcelona un club guerracivilista sin igual.
Por algo a Joan Laporta se le perdonan sus días de vino y rosas en la presidencia del Barcelona mientras se bañaba con leche de cabra en Uzbekistán. O por algo a Tito Vilanova le ha incomodado la escasa repercusión de su Liga de 100 puntos tras haber sorteado una grave enfermedad. Mientras el ex mandatario levanta la cabeza de su estado político-catatónico y estimula al barcelonismo con la idea de reunir a Cruyff y Guardiola a partir de las elecciones que tendrían que celebrarse dentro de tres años, Rosell ve cómo su mandato será siempre interpretado -y quizá condenado- a partir de la imposibilidad de retener al que ha sido el mejor entrenador de la historia del Barcelona. Ni olvido ni perdón, parece rezar el epitafio.
Guardiola entiende que la actual junta directiva lleva haciéndole la puñeta desde el mismo momento en que huyó a Nueva York, cansado ya de ocultar ante la opinión pública tanto su nula conexión con Rosell y los suyos como de esos chicos guapos del vestuario a los que acabó por aborrecer. Y, tras un año de prudente silencio y múltiples filtraciones por parte de dos bandos duchos en repartir desde sus púlpitos mediáticos, al entrenador parece ya importarle poco dar buena cuenta del rosellismo con un par de manotazos dialécticos con reminiscencias a aquella celebrada prédica contra José Mourinho en el Bernabéu. Aunque, ahora, el puto amo no es otro que Guardiola.
Fuente: elmundo.es